El campo se extiende como pradera. Lo dibujan alambrados, sombras de álamos, eucaliptos, arroyos, caminitos y serranías.
La choza de cueros y matorrales se levanta en un pequeño espacio de campo cedido generosamente. La habita un encorvado, taciturno y longevo hombre entre la penuria y la pobreza.
La niña que concurre a caballo a la escuela rural más próxima lo mira con curiosidad cada vez que transita el lugar.
No se guarda la incógnita. Las preguntas forman parte de sí misma. Sin temor, decididamente cruza el alambrado. Se presenta a "Cambrita" en busca de conversación. Le entrega un pote de comida que resguarda de su almuerzo.
Son tiempos de farol a queroseno, molinos de viento, agua de cachimba, caballos como medio de transporte, y en todo caso muy privilegiadamente un sulqui; monturas con adornos de oro y plata (herencias afortunadas mediante), y “espantapájaros”, en una suerte de títeres entre girasoles y maizales para conservar la cosecha.
Cambrita sabe que durante el día lo abriga el sol y en la noche lo visten las estrellas. Un huidizo mortal que sabe muy bien que el alambrado pone límites.
Habla lo mínimo necesario. Su cuerpo delgado, arrugado, de baja estatura resalta sus penurias. En sus ojos se lee un dejo de desconfianza mezclado con ternura.
Las charlas se suceden. Una y otra vez.
El fin de su tiempo terrenal está presente en cada conversación; aunque sea indescifrable su edad.
Habla poco, muy poco. Su cuerpo delgado, arrugado y de baja estatura resalta sus penas acumuladas que encorvan su espalda. Tampoco lo ayuda su único asiento; un esqueleto de cabeza de novillo.
La mirada, a pesar de sus ojos enterrados en su cara curtida por el sol, transmuta el sacrificio y soledad.
Para el resto de quiénes le ven, es “el viejo loco”, “el cuco”.
De aquél “viejo de la bolsa”, como así también se le denomina, la pequeña descubre un “manual de signos”.
Cambrita es un estepario entre pastos, ramas, pelegos, mate, una pava, una olla de hierro que no oculta sus años, brasas, cielo abierto y un despojo desde sus entrañas.
Con ojos fijos azabaches, vigila su nido. Colabora con alguna tarea de campo y pasa sus días en su choza de cuero, estacas, ramas, una yegua pastando a su lado, y su fuego a la luz de la intemperie. Un cuero de oveja es todo su lecho para dormir, facón incluido por detrás de su cintura. Facón que no supo nunca de heridas de muerte; utensilio con el que desmenuza la carne asada contra el hueso. Su comida apetecible y excluyente.
No conoce el hambre. El campo está a su disposición otorgándole sus requerimientos alimenticios. También el aire puro, agua fresca y límpida de arroyos o cachimbas. Hombre de “tierra adentro”.
Su franqueza lo muestra cristalino, sus rasgos y adustos gestos invalidan su dulzura; pero en él existe. La prepotencia ajena lo endurece y convierte su desconfianza en el otro, una constante de su diario vivir. Un ermitaño típico.
Cambrita camina todo el tiempo con agigantados pasos, acentuados por sus largos tamangos a los que sabe dónde ajustar mejor; sobre todo, dónde pisan mejor, sin lastimar sus cansados y viejos pies.
Él es y no es como uno. Quiere vivir curtido por el sol o sorteando la escarcha. Sin normas. Sin apego más que al de su yegua de pelaje negro y cola del mismo color con una mitad blanca (de ahí, su nombre).
En el despojo, su paz aferrada está.
No siento temor de cruzar el cerco de alambrado. El deseo de conocer esa vida me resulta, a pesar de mis cinco años, muy fuerte. “Paaaseee mijita… paaaaseee; no tenga mieee doooo”.
No tengo miedo; sí, muchas dudas.
Superadas, siento que estoy frente a un ser de corazón grande. Me invita a su único asiento.
Él respira profundamente, mientras acomoda su facón, que por su tamaño toca el suelo. Ni eso me provoca temor.
La pregunta no podría ser otra: ¿Por qué vives aquí? Tampoco resulta otra la respuesta: -“Porque aquí estoy bien".
Emocionada y perpleja comienzo a tener conciencia de mi expectación.
Lo escucho confesarme: "Yo hablo con las estrellas”-
A cambio de muchas palabras, gesticula sus manos grandes, gruesas, duras, luciendo sus uñas largas que hacen de peine entre su blanca cabellera.
Pienso, lo imagino sumergiéndose en arroyos o lagunas cercanas como fuentes de higiene.
Su vocación es la libertad. Entre sus harapos y miseria lo que menos conoce Cambrita es la mezquindad.
Ese viejito osco ha comprendido perfectamente que el mundo que le rodea con metas, aspiraciones, límites, no le pertenece.
"De aquel viejito vagabundo y abandónico” ahora es para mí un ser de carne y hueso con vida propia. Se gana mi corazón.
Y yo el de él.
Provoco asombro en mi familia.
Pero la demostración no se hace esperar.
Cambrita me entrega de obsequio su yegua; su única compañía viviente. Mansa como ninguna.
Cambrita supo que su misión estaba cumplida.
La “Cola Blanca" se deja ensillar y montar con noble tranquilidad; jugueteando con el hocico, buscando caricias, mirando fijo, como acostumbraba su viejo antecesor.
“La Cola Blanca” envejeció.
La siento tan mía que la hago eterna.
…………………………………..
Entre el ir y venir por los campos mirando las sierras; había llegado la hora final.
"Cola Blanca" se acerca a la casa. Se anuncia; relincha.
Sin más preguntas, entiendo que algo quiere decirme.
Papá, horas más tarde, me lo confirma.
Cambrita se había sumado a las estrellas.
Los paseos en la libertad del aire puro, charcos y cañadas; piedras, malezas, flores silvestres y suspiros de bienestar, son mi deleite y mayor felicidad. No hay juego de infancia que supere el bienestar y gozo como el que me provoca cabalgar en mi "Cola Blanca".
Nada es para siempre.
"Cola Blanca" tendida en el pasto posicionando su cabeza con dirección a lo de Cambrita, da su último suspiro. Mis lágrimas le dan el adiós y el consuelo de mis padres me cobija.
Los equinos son animales fieles y grandes compañeros. Con ellos he aprendido el sentido de la libertad.
Con Cambrita entendí que no hay estereotipos.
Prejuzgar es uno de los peores y comunes defectos humanos.
La nobleza trasciende.
La memoria hace vivos a aquellos seres que nos hablan de amor y libertad.
g.b
DD.RR